miércoles, 28 de septiembre de 2011


He tenido que tomar demasiadas decisiones en toda mi vida.
Y digamos, que estoy segura que en la mitad me he equivocado.
Pero ahora pregunto; ¿A quién le importa que yo me equivoque?
Total, lo voy a decir mil veces y no me cansaré de decirlo "la vida es caerse y levantarse, volverse a caer y volverse a levantar".
Y últimamente, he tenido que decidir muchas cosas, he tenido que depender de quien me quería, y confiar en las personas, en las personas que me han animado, y me ha dicho que si me tropiezo, siga pa' lante , sin mirar atrás, porque el pasado duele, y el dolor no siempre es bueno, aunque no siempre es malo. Y gracias a esa gente , a esas personas que yo tanto quiero, hoy en día estoy de pie y con la cabeza alta, luchando por lo que quiero, y poniendo el mundo a mis pies.
Y nunca podré agradecerles todo lo que han hecho por mí, por mucho que lo intente.
Han estado ahí cuando nadie más ha estado, y seguirán estándolo, sé que lo seguirán estando.
Ha aguantado cada paranoia, cada locura, cada parida.
Han aguantado mis peores momentos, y los mejores.
Y me han jurado pasar una vida a mi lado. Como mis mejores amigos, como mi hermanos.
Yo sé bien que aguantarme no es fácil, lo sé. Pero ellos se lo han propuesto.
Y en los momentos en los que dudas, en los momentos en los que nadie podría entenderme, recurro a ellos. Porque  me entenderán, y si les cuesta estarán ahí hasta entenderlo. Me dirán, va Sulli, se fuerte! Y yo le diré no puedo. Y me dirán que todo lo puedo si quiero.
Son esos momentos, en los que descubres quien realmente merece la pena.
Yo lo he descubierto.
Por suerte, estarán a mí lado en cada decisión, y será a partir de ahora, cuando no me equivoque tanto.
Pero lo seguiré haciendo de vez en cuándo, y riéndome de mis errores.

sábado, 24 de septiembre de 2011

El agua corría por mi piel hasta fallecer en el mármol. Ésta ardía, enrojeciendo mi pálida tez. El calor ensanchaba mis fosas nasales, y también mi alma, si acaso poseía una. Notaba el elemento filtrarse en mi cabello, hasta llegar en mi entraña más preciada. Las pantorrillas se llevaban la peor parte, allí el agua quemaba más, provocándome un dolor agudo. Gemí grave. Mi grito apenas podía atravesar el diminuto espacio que quedaba libre entre mis finos labios. Era primario. Dolor, sensación tan antigua como la misma vida. Apagué el agua, mi ducha había finalizado. Me sequé con una gran toalla y la dejé caer para contemplar mi cuerpo en el espejo. Me faltaban las gafas, así que la visión no era excesivamente nítida y el vaho tornaba lúgubre el cuarto de baño, pero el espejo lograba reflejar con claridad mi figura. Yo creía en Platón, mi cuerpo era una cárcel. Flaco y largo, falto de musculatura. Para suerte la mía, estaba bien proporcionado y mi delgadez no era del todo fea, resultaba bonita. Un día, alguien la comparó con el ideal griego. Yo no le creí, por aquel entonces tenía catorce años y no entendía como aquel saco de huesos podía considerarse el ideal griego, me pareció una ofensa. Lo que me desagradaba de mi cuerpo, no era su morfología –ésta era bonita– si no su falta de vida. No inspiraba amor. ¿Cómo alguien podía amarme con esa anatomía de muerto? Sí, mi cuerpo, aunque bonito, estaba muerto. No entendía como a veces mi corazón latía, para mí, mi mente jugaba a estar viva, pero en realidad, había suspirado hacía largo tiempo ya… Aspiraba a la belleza, pero me conciencié que esa meta no era para mí. Con doce años, un amigo de mi madre me preguntó: “¿Qué quieres ser de mayor?” A lo que yo le contesté: “Querría ser bello, un artista quizá, pero me conformaré con estudiar filología francesa.” Se quedó boquiabierto, era la primera vez que un niño le contestaba aquello. Me elogió delante de mis padres, alegando una gran madurez. Ya no quería ser bello, me conformaba con que mi cuerpo inspirara amor, pero no lo conseguía. Y aquí acabó mi aspiración a la belleza, ¡cómo si fuera una profesión! Eso sí, filología francesa seguía en mi cabeza. Esa lengua me parecía la más sublime de las formas de comunicación. Para un negado como yo a la divinidad, a la hermosura, alcanzarla, consistía en dominar y comprender algo que sí lo fuera, y que cosa más bella que una lengua. ¡Y qué lengua! Ya hablaba con soltura el idioma y me llenaba de orgullo hablar la lengua de Molière. Estaba más cerca de la belleza, al menos lingüística.
Recogí la toalla y dejé de contemplarme en el espejo. Me encaminé hacia mi cuarto, acomodándome en la cama, desnudo. Las sábanas de algodón acariciaban mi piel, me estremecí. Abruptamente, me erguí y pensé que si no espabilaba llegaría tarde a mi encuentro con Jérome. Éste era mi mejor y único amigo. Nos conocimos en la biblioteca, él andaba buscando a Shakespeare y yo a Proust. Andábamos tan absortos registrando con la mirada los estantes que no nos percatamos de nuestra inminente colisión. Todos los libros que llevábamos cayeron al suelo. Los recogió en un movimiento ágil y antes de devolvérmelos comentó: “Oh, Proust, en verano acabé visitando su sepultura”. Lo adoré desde la primera palabra. Sólo un ser sublime podría presentarse con una oración así, coronada por un melodramático oh y finalizada con una sepultura. Porque era una presentación, esa mísera frase descubrió mucho de él. Y su acento parisino fue la guinda del pastel.
Jérome Amour, se presentó en un cordial estrechón de manos. Amor, se llamaba Amor. Le envidié, era un ser tan sumamente encantador…
Nunca había entendido el amor platónico hasta que lo conocí. No era un amor vulgar y corriente, no me gustaban los hombres, jamás lo han hecho. Él en cambio era la representación terrenal de la divinidad. Su simple sonrisa calmaba la sacudida de la ira y su voz era suave y tierna. Poseía una verdadera belleza. A principios del siglo XXI dudaba que su candidez fuera comprendida por los muchachos y muchachas de su edad. Y no me equivocaba. Yo era el único en su vida; él era el único en mi vida. Éramos dos piezas que encajaban en una suma perfección. Por el contrario, no estaba enamorado de él. El amor no es tan perfecto, lo que sentía era la perfección en estado puro, una amistad que no se distinguía del amor. Era lo que yo siempre había buscado. Jérome era comprensivo y abierto y compartía mi mismo sentimiento. Me acariciaba con cuidado y nunca hacía un gesto grotesco o humillante. Nuestros cuerpos eran templos y nos pasábamos horas contemplándonos en silencio. Jérome me hacía sentir bello, vivo. Mi carne adquirió color y mis ojos brillo. ¡Por fin estaba vivo! Ahora oía los latidos de mi corazón, y mi amigo los escuchaba también. Era feliz en su presencia, y sin ella me resguardaba en los libros. Me comprendían, hablaban de lo que yo sentía. Jérome era mi salvación, el mausoleo de mi desesperación. Le quería y le adoraba, era falto de fe pero él la suscitó en mí, ahora él era Dios y también dueño de mi cuerpo y espíritu.

- Lintu Indochine

lunes, 12 de septiembre de 2011

Mil y una veces


Podría dedicarte mil y una sonrisas, mil y una palabras de agradecimiento, o de lo que haga falta. Mil y una horas, mil y una noches sólo para poder tener unos minutos de ti.
Mil y una veces te diría que te quiero, y mil y una veces reiría con tus tonterías, con tus payasadas, con tu risa dia a dia. Mil y una veces estaría horas enteras escuchando qué hiciste ayer, o que tienes pensado hacer mañana, lo que tenga que oír, por estúpido que sea, mil y una veces te lo haría repetir con tal de escuchar tu hermosa voz.
Mucho se puede escribir, mentir, pensar, o decir con tal de hacer sentir bien a las personas, pero es que a ti no te hace falta.
¿Quieres hacerme feliz? ¿Que me sienta bien? Por favor, sonríe, se conmigo cómo antes, déjame descubrirte, y sobretodo
No te olvides de mí.  
Migue, eres grande.